Discurso de despedida del Almirante de la Flota Manuel Garat Caramé.
Hoy, tras cumplir los diez años de servicio como oficial general que establece la ley, y tras casi cuarenta y cinco, desde que me incorporé a la Armada, pasaré ineludiblemente a la situación de Reserva y cesaré como Almirante de la Flota.
Las circunstancias excepcionales derivadas de la pandemia COVID-19 no me permiten despedirme personalmente, ni públicamente, en un acto militar solemne, como siempre ha sucedido cuando el Almirante de la Flota entrega sus responsabilidades.
Lo hago aquí rodeado de algunos de mis subordinados, en un sencillo y discreto acto privado, aunque igualmente solemne, en mi Cuartel General donde en breve tendré la muy apreciada oportunidad de besar de nuevo, todavía como almirante en activo, de la Bandera Nacional. Un gesto que no quisiera que se interpretara como una despedida si no como una reafirmación de mi compromiso con España, pues, ya en la reserva, permaneceré siempre alistado para cumplir lo que la Armada me demande, como siempre he hecho, sometiéndome de forma incondicional a los mandatos de la Constitución, con lealtad absoluta a S.M. El Rey, mando supremo de la FF.AA.
No obstante, tengo la intención de despedirme de todos los almirantes y generales, oficiales, suboficiales, soldados y marineros de la Flota enviando este mismo mensaje por video, como a estos tiempos corresponde, y también de todos los que, civiles o militares, me han apoyado durante este mando y a los que no puedo dejar de considerar buenos amigos de la Flota y de la Armada.
Mirad, siempre pensé que la autoridad que se ejerce en esta profesión, tiene un profundo carácter impersonal. Y por ello, siempre que me he dirigido a vosotros he evitado hacer referencia a mis circunstancias personales. He procurado ceder siempre el protagonismo a la importante función que he tenido que desempeñar, consciente de la escasa relevancia de mi humilde persona, que solo ha tratado de preservar la dignidad que exige este uniforme, estos galones y la responsabilidad que conllevan.
Pero hoy, creo yo, es un día diferente. Hoy, el último día que presto servicio activo en la Armada será la única ocasión en la que me concederé licencia para hablar de mí mismo. Para hablar de mis sentimientos y de mis convicciones personales.
Y lo primero que quiero hacer, lo primero que debo hacer, es dar las Gracias.
Gracias, en primer lugar, a Dios, rumbo base de mi derrota existencial, en quien siempre he depositado mi confianza.
Ser cristiano, aun no siendo un buen cristiano, ha formado siempre parte integral de mi naturaleza… y no puedo manifestarme como persona, como militar o como compañero, sin mostrar mi más profunda e inquebrantable convicción.
A Dios, tengo que agradecer la personalidad que me ha otorgado. Que dispusiera para mí la familia que mis apellidos señalan y la patria que a mi ciudad natal corresponde.
De mis padres, como suele y debe ser, lo aprendí casi todo. Aprendí a ser cristiano, que como ya he señalado es casi todo lo que soy. Y fue por esa vía como aprendí, -como otros por otras vías- a ser una persona capaz de entender el sentido trascendente de casi todos sus actos y, por tanto, del profundo valor de la justicia, de la libertad de conciencia y de la dignidad personal.
De mis padres aprendí también a amar a mi patria. Siempre he pensado que la familia es la puerta de entrada principal de la Patria. Yo, como muchos de vosotros -lo digo con gran orgullo- creo haber entrado en ella, en España ¡“por la puerta grande”!
Y ya dentro de ella, de la mano de mi padre, poco a poco, pude razonar ese amor inicial, en cierto sentido casi tribal, que al principio percibía inconscientemente al imaginar las gloriosas gestas de nuestros antepasados, al oír y sentir sobre la piel nuestro vivificante himno, al ver y deslumbrarme por el brillo de los bellos colores de nuestra preciosa bandera… y, poco a poco, como digo, fui convirtiendo esas desordenadas sensaciones en un sentimiento racional, que me permitió entender el alcance universal de las tierras y las gentes de esta gran nación.
Aprendí que las naciones no son el resultado de un proyecto consciente que trata de cubrir una necesidad concreta o un objetivo determinado. Aprendí que son, más bien, el resultado de una evolución casi orgánica que, para unos de forma fortuita y para otros bajo la tutela de la Providencia, acumula los aciertos y los errores de los hombres para construir la historia, utilizando nuestro libre albedrío como materia prima principal.
Con este sentido he conseguido yo comprender la existencia de España, fruto de una compleja evolución casi “darwiniana” que ha desarrollado, en ella misma, miembros, órganos y células de muy distinta naturaleza. Regiones, Pueblos e individuos únicos. Pero todos animados por un mismo impulso, fruto, como en nosotros, de la pugna constante entre la convicción y el desasosiego, y que solo alcanza la gloria cuando, a pesar de todo, se impone la voluntad de aceptar los sacrificios que exigen los ideales.
Los ideales de las Naciones. Los que les permiten contribuir, de una u otra manera, a la evolución de la Historia.
Y al hacer ese análisis, no puedo sentirme más orgulloso de ser español. De pertenecer a una nación, no me cansaré de repetirlo, que fue protagonista indispensable de la historia universal. España, uniendo la cultura clásica que Roma nos legó y la concepción judeo-cristiana de la vida, contribuyó decisivamente, con muchas más luces que sombras, a propagar nuestra cultura y la civilización occidental por medio mundo, compartiendo valores que, con el tiempo, eclosionaron en principios universales hoy indiscutidos, como son el imperio de la ley y los derechos humanos, entre ellos la dignidad, la libertad y la igualdad.
Y todo ello fue posible gracias al espíritu guerrero que impuso la reconquista y a la pericia marinera que fuimos adquiriendo durante la edad media. Cuando, cediendo a ese impulso vital -militar y naval- el mundo se nos hizo pequeño.
Cuando fuimos capaces, no lo desdeñemos, de dominar los mares como nunca lo fueron por ninguna otra nación.
Cuando fuimos capaces de someter durante siglos, sin apenas contestación, los dos más grandes océanos del planeta.
Porque fueron los océanos, cierto es, quienes hicieron grande a España…pero fue España, digámoslo, quien hizo a los océanos pequeños.
Así lo siento profundamente porque de mi padre -orgulloso oficial de la Armada, como yo- recibí en herencia el amor por las cosas de la mar.
El me enseñó que la Mar, inmensa y poderosa, puede ser a un mismo tiempo temible y atractiva. Que la mar, os lo he dicho muchas veces, es la mejor escuela de vida que existe.
Porque la mar reclama de forma natural y enseña de forma espontánea la necesidad de atesorar audacia, previsión, valor, prudencia, tenacidad, entereza, generosidad, humildad, confianza…
Y también me transmitió el amor por la Milicia. El me enseño que la Milicia, rigurosa y fascinante, puede ser a un mismo tiempo exigente y generosa.
Que la Milicia, os lo he dicho también muchas veces, es la mejor norma de vida que existe.
Porque la Milicia reclama de forma natural y enseña de forma espontánea la grandeza de aceptar el sentido del deber, el espíritu de servicio, la dedicación plena, la disciplina a ultranza, la lealtad sin límites, el sacrificio hasta el extremo, el arrojo sin medida…
En la milicia he trabajado por España desde hace casi 45 años, desde antes de que, con tan solo 17, cruzara inconsciente la puerta de Carlos I. Inconsciente sí. Con una vocación incipiente y, por tanto, vulnerable.
Permitidme, en este momento, una breve reflexión, ya de viejo almirante, que quisiera dejaros, especialmente a los más jóvenes….
Mucho sobrevaloramos la vocación. Más, creo yo, debiéramos valorar el compromiso que, a la larga, es la fuente de vocación más fructífera que existe.
Nuestra relación con la Milicia es, diría yo, como una especie de matrimonio. Donde es el compromiso quien nos obliga a ser fieles a las decisiones que hemos de tomar.
Es el compromiso quien nos ayuda a superar los sentimientos pasajeros que aprovechan los momentos de debilidad para secuestrar y esclavizar nuestra voluntad.
Sed fieles a vuestro compromiso y vuestra vocación será, os lo aseguro, cada vez más fuerte.
Así lo aprendí de las muchas personas que he conocido a lo largo de mi carrera y de las innumerables las enseñanzas que de ellos obtuve;
desde quien fue mi primer comandante en la fragata “Extremadura”, el entonces CF Cerame, de cuya humanidad guardo un cariñoso recuerdo, o del que fue el primer suboficial que tuve a mis órdenes, el entonces brigada Don Manuel Vazquez-Padin, que fue uno de los mejores y más queridos maestros que he tenido a lo largo de mi carrera.
Y después de ellos, tantos y tantos oficiales, suboficiales, cabos y marineros, de los que aprendí innumerables lecciones, principalmente por su buen hacer, pero también de sus errores. Como muchos, seguro, habrán aprendido de los míos.
Pues no me gustaría ahora apelar a la tan manida frase de que me voy con la satisfacción del deber cumplido.
Durante estos 45 años he tratado de cumplir con mi deber, es cierto, pero me voy con algunas insatisfacciones. Por no haber podido hacer muchas cosas que debería o querría haber hecho. Por haber hecho algunas otras de forma diferente a como querría o debería haberlas hecho y por unas pocas más, bien lo sé yo, que no debería o no querría haber hecho. Lo cierto es que en estos momentos, en los que uno tiende a mirar su estela y reconsiderar las experiencias que ha vivido, mi verdadera satisfacción nada tiene que ver con mis posibles logros personales.
Mi mayor satisfacción es haber sentido y seguir sintiendo el apoyo de muchos de los que fueron mis compañeros.
Empezando por mis compañeros de promoción, a los que debo parte de mi propia forma de ser, que se terminó de modelar cuando, aun siendo muy jóvenes, algunos casi niños, tuvimos la oportunidad de vivir y compartir, casi como hermanos, las intensas experiencias que solo esta profesión es capaz de ofrecer.
Y también todos aquellos otros, superiores o subordinados, con los que, mas tarde, tuve la oportunidad de compartir excitantes experiencias profesionales; a veces tan exigentes, que promueven la cooperación de forma espontánea y generosa, en línea de frente, hombro con hombro, creando de forma inevitable, verdadero afecto e inquebrantable amistad. A todos ellos, a todos vosotros, a todos los que fuisteis, sois y seréis mis compañeros, os doy también hoy, de forma muy sentida, las gracias.
Siempre me ha gustado recordar -algunos me lo habéis oído en muchas ocasiones- el origen de la palabra “compañero”, que no significa otra cosa que “aquel que comparte el pan” y que posiblemente tiene su origen, a mi me gusta imaginarlo así, en la necesidad de compartir los víveres que cada uno llevaba al partir para las campañas de caza o de guerra de la antigüedad.
Pues bien, sometiéndome a los dictados de la etimología, no puedo dejar de manifestar, de forma especial, una gratitud inmensa a quien durante todos y cada uno de esos 45 años ha sido mi más querido y más cercano compañero: mi mujer, Tere. Con ella, no solo he compartido el pan, lo he compartido todo.
En primer lugar porque juntos quisimos construir una familia que se ha convertido en una eficiente fábrica de buenos Españoles, sin duda el mayor servicio que he prestado a mi patria en toda mi vida. Por el momento ya han salido 18 de la cadena de producción (7 hijos, 10 nietos y otro más en camino), todos llevan de serie la dignidad y el orgullo de pertenecer a esta gran nación. Y dos de ellos, mis hijos más jóvenes, me han dado la enorme satisfacción, e impuesto la exigente responsabilidad, de querer ser oficiales de la Armada.
En esa empresa, Teresita ha asumido sin rechistar las responsabilidades de organización, logística, planeamiento, habilitación, aprovisionamiento y transporte, apoyo sanitario, asesoría jurídica y por supuesto relaciones públicas para asegurar el buen funcionamiento de nuestra numerosa familia, a pesar de los efectos catastróficos que cabe esperar de las 28 mudanzas –estoy empeñado en la última de ellas- necesarias para que yo pudiera seguir lo que ha sido mi trayectoria profesional.
Pero aún más, porqué con su perspicacia e inteligencia fue capaz de comprender, incluso mejor que yo, los aspectos emocionales que rodean la vida de la Armada, llegando a ser mi fuente de energía en los momentos más exigentes, de tranquilidad y desahogo en los más difíciles y de inspiración y consejo en los de mayor incertidumbre.
Jamás podría haber cumplido yo el compromiso que adquirí hace 45 años, al menos no en la forma en la que lo hice, si ella, a su vez, no hubiera sido capaz de ser fiel al compromiso que adquirió de permanecer siempre a mi lado.
La Armada nunca será capaz de pagar la deuda que contrae con las familias que nos brindan generosamente su apoyo. Son parte esencial de nuestra institución. No están en el escalafón, ni tienen un puesto en nuestra organización, ni reciben nomina, ni recompensas… pero son miembros de pleno derecho de la Armada. Y son, generalmente, nuestros mejores compañeros.
Queridos amigos, lamento tener que dejar el servicio activo en un momento tan complicado para España y para la Armada. Tenemos ante nosotros un enorme desafío y debemos ahora afrontar un futuro que nos va a exigir grandes esfuerzos y sacrificios.
España tiene enemigos, no lo dudéis. Siempre los ha tenido. Pero ahora el más peligroso es el desánimo. Un traicionero adversario que con sucias argucias procurará hacernos creer que nuestros esfuerzos no valdrán la pena, que no seremos capaces de alcanzar nuestros objetivos, que lo mejor es aceptar “lo inevitable” y “salvar lo que se pueda”…
No bajéis la guardia. Os pido que creáis en esta profesión. No os dejéis llevar por los agoreros que en todos los tiempos predican la inutilidad de lo que, de forma inmediata, no parezca necesario.
Nuestra dedicación es, principalmente, la preparación de recursos materiales y morales necesarios para afrontar y superar situaciones difíciles de imaginar pero que, pronto o tarde -la Historia lo demuestra- acaban sucediendo.
Y la mejor garantía para que la Armada pueda superar cualquier situación es nuestra propia forma de ser. La que hemos heredado de las generaciones que nos precedieron. A través de su ejemplo, ininterrumpidamente, durante siglos,….
Un legado que ha surgido de la consideración permanente, siquiera imaginada, de las vicisitudes impuestas por la mar y por el combate, y que confía la acción a lo más íntimo de las personas, su sentimiento, que es donde nace la vocación y crece la convicción, fuentes de la moral, la voluntad y la disciplina.
Un legado capaz de desarrollar en nosotros cualidades personales tan necesarias como la rectitud, la dignidad y la honradez, tan características en los hombres de armas y en los hombres de mar.
Un legado que, en definitiva, constituye un cuerpo etéreo de doctrina capaz de aunar voluntades de forma más eficaz e inteligente que las normas y los reglamentos escritos.
Un legado que constituye nuestro mayor patrimonio colectivo, el que nos ha hecho superar indecibles dificultades a lo largo de la Historia.
Un legado que, poco a poco, durante estos últimos 45 años, he tratado de asimilar y entregar intacto a quienes, hasta el día de hoy, de una u otra manera, me habéis ido sucediendo.
Si lo preserváis, suceda lo que suceda, estoy seguro de que la Armada, estoy seguro de que España seguirá siendo universal…y seguirá siendo eterna.
Muchas gracias y que Dios os bendiga.
“…la mar reclama de forma natural y enseña de forma espontánea la necesidad de atesorar audacia, previsión, valor, prudencia, tenacidad…”
Palabras del Almirante de la Flota, Manuel Garat Caramé, al pasar a la reserva tras 45 años de servicio.#SomosLaArmada 🇪🇸 pic.twitter.com/bHgPRSliUY— Armada Española (@Armada_esp) May 14, 2020