Una ventana a las misiones exteriores
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 son, sin duda alguna, el acontecimiento más determinante del siglo XXI, desde su impacto visual a las consecuencias en la geopolítica, en la política interna de los estados occidentales, en las amenazas a la seguridad civil.
Dos décadas son una buena porción de vida, y en el caso de mi generación, el desarrollo personal y profesional ha corrido en paralelo a la progresión de la remota misión en Afganistán, con muchas más implicaciones en nuestro día a día de lo que podrían indicar los 6.000 kilómetros de distancia.
El ataque a las torres gemelas me sorprendió realizando un programa deportivo en una pequeña emisora de radio local, disfrute de una beca de verano en los servicios informativos de TVE en las semanas posteriores al accidente del Yak-42, y ya como redactor del área de Nacional tuve la oportunidad de conocer en primera persona el trabajo de los militares españoles destacados en el país asiático.
Quiero centrarme en esa última etapa, en la que pude realizar cuatro viajes a la zona como enviado especial de TVE. Todas ellas en expediciones organizadas bajo paraguas gubernamental, con estancias limitadas a unas pocas horas, y medidas excepcionales de seguridad, pero que, en cualquier caso, permiten una aproximación al día a día de la misión.
Fueron cuatro viajes entre diciembre de 2009 y diciembre de 2010, cuatro viajes muy diferentes a pesar estar separados por unos pocos meses.
El primero fue en la Navidad de 2009, la tradicional visita durante esas fechas del responsable de Defensa a una de las misiones exteriores para expresarles su cariño y apoyo en días tan señalados. La ministra Carme Chacón encabezaba una comitiva a la que estaban invitados los principales medios de comunicación generalistas del país y una buena representación de los medios sectoriales especializados, en un ambiente moderadamente festivo.
Diametralmente opuesto al segundo viaje, poco más de un mes después: el 1 de febrero de 2010 el soldado John Felipe Romero Meneses murió en un ataque contra un convoy español en la provincia de Badghis. La expedición para repatriar su cuerpo, de nuevo encabezada por la ministra Chacón y un grupo reducido de mandos militares, contaba esta vez solo con periodistas de la Agencia EFE, Radio Nacional de España y Televisión Española que, como medios públicos, se encargaban del pool para distribuir contenidos al resto de medios. Conservo recuerdos sobrecogedores de aquella cobertura: el féretro del soldado de origen colombiano en la bodega del Hércules a bordo del que realizamos los desplazamientos internos; los otros tres heridos evacuados a España en camillas en la cabina del A310 de transporte de personalidades; la llegada de la expedición al aeropuerto de El Prat y el funeral al día siguiente en el cuartel del Bruch.
Por contraste, también fue inolvidable la visita del 13 de julio de 2010, planificada de antemano, que coincidió en el tiempo con las celebraciones del mundial de fútbol, conquistado por la selección española unas horas antes. Aquel viaje sirvió para acercar y compartir con las tropas los días felices que vivía el país.
La última de las experiencias fue de nuevo en vísperas de las fiestas navideñas. A diferencia de las anteriores, la delegación la encabezaba el ministro del Interior y, desde solo unas semanas antes, vicepresidente del Gobierno Alfredo Pérez Rubalcaba, que había asumido más peso en el Ejecutivo para el tramo final de la legislatura. Como responsable de Interior, mantuvo una reunión privada con el pequeño contingente de la Guardia Civil destinado en la base de Qala-i-Naw para transmitirles su apoyo después de que dos de sus compañeros, el capitán José María Galera y el alferez Abraham Leoncio Bravo, fueran asesinados en agosto, junto al traductor Ataollah Taefi Kalili, por un talibán infiltrado en un equipo de formación.
Todos esos viajes tenían un ritual similar. La citación en la terminal de Torrejón. El viaje agotador de unas nueve, diez horas, con todas las comodidades, eso sí. Sobrevolar el territorio afgano, el imponente Hindu Kush que daba la bienvenida al territorio comanche. La escala interna en Kabul o en Herat para trasbordar al Hercules en el que completaríamos la última parte del viaje hasta Qala-i-Naw. Ese último enlace, mucho más tenso, con el avión volando bajo, trampillas abiertas y ametralladoras armadas, el descenso casi vertical para no convertirnos en un blanco fácil (según los veteranos, una precaución accesoria con la que los pilotos obsequiaban a los visitantes para darle un punto mayor de emoción). El aterrizaje en una hondonada, acondicionada como aeropuerto provisional, y despejada del trasiego de la vida del pueblo unos minutos antes de tomar tierra. El traslado desde la pista hasta la base en un convoy de RG-31. Las horas de convivencia con las tropas en la base prefabricada en uno de los altos que dominan la zona.
Experiencia vista con ojos de periodista de visita, que uno imagina bien distinta en la piel del soldado: el traslado desde España en un incómodo, ruidoso avión de transporte de tropas, la base prefabricada convertida en hogar en un trozo de tierra sitiado de peligros, la tensión de la amenaza multiplicada por 4, 5, 6 meses, mientras la vida de los tuyos no se detiene en la otra punta del mundo.
Son cuatro ejemplos, cuatro vivencias profesionales, sumadas a la propia experiencia personal como pariente de militar destinado en la zona, que me han permitido acercarme, conocer y respetar el trabajo de las misiones exteriores, de los profesionales que arriesgan sus vidas, y de sus familias que con discreción y entereza dignifican, aún más, su labor. La gran cuestión mirando hacia atrás, el gran desafío mirando al futuro de nuevas misiones que surgirán, es si he sido capaz, si seré capaz en adelante, de transmitir ese sentimiento en mis informaciones y, a mayores, si los medios de comunicación, particularmente los de titularidad pública, somos capaces reflejar y hacer justicia a ese sacrificio.